Un Conejo sin Orejas
Había una vez un conejo llamado Valentín, vivía en el bosque con sus padres y amigos
Aunque Valentín sí tenía orejas. Dos puntiagudas y de pelo suave, como todos los conejos de aquel bosque. Solo que Valentín, al contrario que el resto, no podía levantarlas.
– Inténtalo Valentín: ¡súbelas! – le había dicho Mamá el día que todos los pequeños conejos de la escuela debían levantar sus orejas.
¡Allá voy! – había gritado con alegría Valentín mientras con esfuerzo trataba de levantarlas –.
¿Qué tal están, Mamá? ¿Estoy guapo con mis nuevas orejas?
Pero Valentín no las había levantado ni un milímetro. Volvió a intentarlo una y otra vez, pero no había manera: sus orejas seguían caídas.
Fue por esto que el pequeño Valentín se convirtió en el hazmereír de todos los conejos.
– No llores cariño, no pasa nada – intentaba consolarle Mamá –. Eres un conejo diferente, ¿y qué? No hay nada de malo en ello.
Valentín no estaba de acuerdo con su madre e intentaba levantar sus orejas todos los días pero no podía y se sentía triste y diferente al resto
Una tarde de primavera, aparecieron unos cazadores de espesos bigotes y caras malhumoradas. Llevaban unas escopetas largas que hacían un ruido ensordecedor cada vez que las disparaban: PUM, PUM
Aquellos sonidos terribles asustaron a los pequeños conejos y todos intentaron esconderse entre la maleza del bosque.
Pero sus puntiagudas orejas sobresalían a través de la hierba y por más esfuerzos que hicieron para bajarlas, estas seguían estiradas.
Y no les quedó más remedio que salir corriendo a toda velocidad para evitar a los cazadores
No ocurrió nada malo, y todos los pequeños conejos volvieron sanos y salvos a sus madrigueras.
– ¡Qué miedo he pasado! – gritaban todos – Intenté esconderme, pero estas orejas…
– ¡Qué suerte tienes, Valentín! A ti nunca podrán hacerte nada.
Valentín, el conejo sin orejas, les escuchaba boquiabierto. Por primera vez en su vida, sus compañeros no se burlaban de él por ser distinto. Al contrario, todos querían parecerse a él.
Desde aquel día, Valentín nunca más volvió a avergonzarse de sus orejas caídas. Era diferente, sí, pero como bien decía Mamá, ¿qué había de malo en ello?